Por Nadia Iturriaga (Muneca)
Las prácticas que debí asumir durante mi vida nunca fueron acordes a mi edad. Desde pequeño trabajé para ayudar a mi madre con los gastos de la casa, debido a que soy el mayor de mis tres hermanos, y mi padre -que a estas alturas no se si merezca que lo llame así- falleció hace varios años en una riña con otros sujetos por aprovecharse de una chica.
Los látigos de la pobreza comenzaron a azotar sin cesar mi espalda y la situación de precariedad se tornó casi insostenible cuando no hallé en qué trabajar. Cada vez que me despedían, se justificaban diciendo que mi condición de menor (14 años), me ponía en desventaja a la de un adulto. En definitiva, no tenía con que refutar sus afirmaciones y rogar no servía de nada.
Llegó el rumor de las embarcaciones con destino a islas Canarias a oídos del pueblo. Era la salida del abismo de miserias en que se encontraba sumida la población, por lo que gran parte de ésta se alistó y emprendió el éxodo con mejores expectativas de vida, a pesar de que la alternativa fuera ilegal. Mi madre decidió tomar el riesgo y dirigirse hacia la posible salvación. Su petición fue que si no regresaba dentro de dos semanas, viajara con mis hermanos para encontrarme con ella. En caso contrario, que de todas maneras emigrara para poder sobrevivir.
A través de los diarios que llegaban esporádicamente al sector, me enteré de que algunos cayucos no llegaron con todos sus tripulantes vivos a territorio europeo y, temiendo por la mujer que llevaba a cuestas un pedacito de esperanza para sus hijos, decidí tomar a mis hermanos y aventurarme a buscarla, consciente del peligro que la medida significaba.
Cuando llegamos al puerto había un gran tropel de personas. Por suerte logré ascender a la embarcación con los tres pequeños, de otro modo habría preferido quedarme. Ellos se impactaron al ver cómo las familias se separaban, pero no entendían y me preguntaron el porqué de sus llantos. Les respondí que la gente tonta lloraba y que no siguieran ese ejemplo. Llegó el momento de partir y los cubrí con una manta para evitar que les diera frío.
Navegamos durante 4 días y por fin divisamos tierraa lo lejos. Mi sensación térmica era de por lo menos 5º bajo cero. Sentía que la frigidez del ambiente me carcomía los huesos y me empezó a doler la cabeza. Miré a mis hermanos y dormían plácidamente, de modo tal que me tranquilicé. Sin embargo, luego de unos minutos, comencé a tiritar y perdí el conocimiento.
Desperté en la camilla de un hospital. Según lo que dijeron los médicos, llegué a la isla con evidentes síntomas de hipotermia junto a otras cinco personas en igual situación. Pregunté por los pequeños y me dijeron que se encontraban en buenas condiciones de salud. Los hicieron pasar y distinguí a mamá con ellos.
No era un sueño. Me dijo que nos esperó en cada embarcación que arribaba. Precisamente en la que nos trasladamos, la cantidad de tripulantes superó la de los viajes anteriores. Se contaron aproximadamente 229, entre ellos, nosotros.
LEAD:
El mayor barco de ilegales llega a las islas Canarias
La mayor embarcación con inmigrantes ilegales llegó ayer, 30 de septiembre, a las islas Canarias desde África. Al menos 229 personas iban a bordo de cayuco, entre ellos 25 niños. Las autoridades dicen que los inmigrantes estuvieron viajando por cuatro días y que seis de ellos fueron llevados al hospital con signos de hipotermia. Hasta ahora, los inmigrantes ilegales en una embarcación no habían superado los 200.
1 Comment:
Creo que gran parte de la belleza de este relato se explica en la elección de un narrador en primera persona. Me gustó mucho, y la redacción es muy buena.
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